Cosas que me pasaron en Bélgica

Volvíamos de Lieja con Caroline en un coche que nos había prestado la cuñada de Julien. A esa chica yo no la había visto en mi vida y cuando fui a buscar las llaves a su casa y a agradecerle el favor, me dijo que no era nada, que Liège estaba muy cerca. Bueno, unas cinco horas, le dije. Intentó sujetarse los ojos, que se le salían de la cara. La pobre nos había prestado el coche porque pensaba que íbamos hasta la calle Liège, en el distrito nueve. Pero íbamos a Liège, Bélgica. Salimos por la tardecita y nada más recoger el auto tuvimos que entrar en la rotonda de Charles de Gaulle, que es el punto de París en el que más accidentes de tráfico hay. Probablemente jugar a la ruleta rusa sea más seguro que ingresar en esa estrella mortal. Teníamos que haberlo tomado como una premonición. En lugar de cuatro, tardamos ocho horas en llegar. Como se nos había olvidado llevar música y no funcionaba la radio, Caroline me cantó, al volante, todas las canciones de Silvio que le pedía, además de su gran éxito «Je t’ai cherché dans tout Paris», repetidas veces. Llegamos de madrugada y, tras descargar los muebles y subirlos por las escaleras hasta el segundo, nos fuimos a dormir tres horas. No había vuelto a pensar en esas escaleras desde que me fui de Lieja; eran estrechísimas y tenían espejos llenos de polvo y cuadros viejos y hasta un baño en el recodo del primer piso. Las paredes estaban empapeladas con flores antiguas y creo que degarramos el papel subiendo el futón y teníamos miedo de que el dueño nos lo fuera a cobrar después. Eran hermosas esas escaleras.

Nos depertamos temprano porque Caroline tenía que dar clase al mediodía. Paramos a desayunar en una de esas estaciones de servicio indefinidas que siempre me llenan el alma de madrugadas de viaje y de donuts con colacaos. En Francia no hay donuts, pero hay cruasanes que están ricos y recién hechos hasta donde nunca nada está rico y recién hecho. Entramos en París por el norte, la escuela de Caroline estaba en el sur. Teníamos quince minutos para llegar desde el boulevard Ney hasta la rue d’Alésia. El tráfico estaba cortado en la rue de la Chapelle y la calle que nos podía servir de atajo era contramano. Pero un coche esquivó las señales que prohibían circular en esa dirección y se metió sin dudar. Volantazo de Caroline. Alors, si él lo hace, nosotras también. Seguimos al coche a toda velocidad. Es increíble, pero estábamos haciendo en unos segundos el camino que, en sentido correcto, no nos hubiera llevado menos de un cuarto de hora. De pronto el copiloto del coche al que seguimos sacó la mano por la ventana y colocó una luz roja sobre el techo. Mierda. Vi todo el movimiento como en cámara lenta, como si realmente estuviera viendo una película y no mi propia dentención por parte de las autoridades francesas. Recuerdo que cuando sacó la mano pensé en la posibilidad de que fueran policías de civil y me reí de mi ocurrencia. Paren el auto a nuestro lado, nos dijeron moviendo la mano por la ventanilla. Nos detuvimos a su lado. Buenos días, demoiselles. ¿Saben que están circulando al doble de la velocidad permitida en ciudad? ¿Y saben que, además, están circulando por una calle de sentido único, en sentido contrario? Subí el mapa que tenía en mis rodillas hasta que lo pudieran ver, fingí la cara de mayor asombro que pude y les dije, con mi mejor acento quebequés, ¿de verdad? Ya pueden perdonar, señores, pero estábamos tan perdidas. En ese momento llegó otro coche, esta vez en sentido correcto. Les expliqué a los policías que nos íbamos a apartar gentilmente de la carretera para que pasara. Aún hoy sigo sin encontrar una explicación, pero nos dejaron marchar.
Mientras escribía esto me ha contado Rafael Cippolini que de Lieja era Georges Simenon y que es aún hoy una ciudad eminentemente patafísica.

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